El sol rozaba con su calidez habitual de los días de otoño mi rostro. Mirando las formitas de las nubes, sentándome por encima de las piedras, llenándome enterita de musgo y arrastrándome para bajar hasta el suelo de la piedra más alta del campo. Así eran los domingos, todos los días de domingo, un día para pasarlo en familia. Allí hacíamos los deberes para el día siguiente, allí comíamos y jugábamos a todos los juegos que nuestra imaginación podía imaginar. Era así, así pasé casi todos los días de fiesta de mi infancia.
Antes, nosotros éramos los niños. Llegábamos al campo, sobre las once más o menos, la primera mitad de la mañana la empeñábamos en jugar a la pelota o el esconder, hacer excursiones por el campo o incluso inventarnos que éramos personajes de películas. Siempre fuimos niños muy imaginativos, siempre recordaré la expedición al barranco. Supuestamente (creo que la idea vino porque en el colegio habíamos estado estudiando a los romanos) la zona correspondía con la antigua ocupación, por lo que ni cortos ni perezosos, allí íbamos los cuatro a buscar vasijas, monedas o cualquier otro objeto de valor que nos llamase la atención. Siempre recordaré mi ilusión al encontrar una especie de florero. Tenía dibujados unos objetos que mi cerebro asoció rápidamente a lo estudiado. ¡Bien, bien! Estábamos tan contentos... fíjense cómo sería la cosa que la llevamos al cole al día siguiente.
Mi tío tenía un coche viejo abandonado que nos servía de vehículo en nuestros juegos. Aquello de que tuviese el volante y los pedales daba muchísima emoción a cualquier tipo de fantasía. ¡A lo de sitios que fuimos montados en él y sin salir de la cancilla!. También recuerdo los juegos eternos a la pelota y lo rentable que era jugar al esconder en un campo tan grande. ¿Y que me decís de hacer de perritos? Nunca olvidaremos a mi padre el no cazador, porque más que cazar lo que hacía era pasear la escopeta, y nos llevaba a los cuatro niños detrás, y una vez salió una liebre y fuimos nosotros los que íbamos tras ella, y como no, se le escapó.
Nos encantaba también bajar a la noria, donde el abuelo sembraba sus cosillas y asomarnos al pozo que tanto miedo nos daba. Aún recuerdo el ruido de los coches pasando por la carretera, hoy por hoy, lo único que se escucha es el sonido eterno del campo.
Echaremos siempre de menos a León, Ulises, Linda, Zara, Botón, Gordito... esos perrillos que tanta compañía nos hacían y eran compañeros de aventuras. Y como no, y se me esboza una gran sonrisa en la cara cuando recuerdo a Copito de Nieve, aquella ovejita que mi abuelo crió y que mi prima le daba el biberón. Siempre recordaré el día que se quedó atascada en la puerta de lo que ahora es una casita estupenda y por aquellos entonces era un pajar. Metió la cabeza por la gatera y no había manera de sacarla, y como no tuvimos que llamar a nuestro abuelo siempre salvador, que no recuerdo muy bien como la sacó de allí.
Se me viene a la cabeza otro recuerdo que venía justo después de la comilona: lavarse el pelo con agua lloveriza. Las tres niñas, muy rubias por aquel entonces, tenían que lavarse el pelo con el agua que caía del cielo porque así estaría mucho más brillante y saludable. Era sin duda, todo un ritual. Por las tardes, antes de caer el sol, concluíamos nuestras meditaciones y charlas en la piedra más grande del campo, desde allí se veía el más allá, el horizonte, el futuro. ¡Cuántas horas nos habremos tirado subidas allí arriba! El otro día cuando subí, ya no subieron las niñas, subieron mujeres con un nuevo miembro de la familia. Creo que era la primera vez que ella subía a la enorme piedra. Ella seguirá haciéndolo. Tiene que ser la tradición.
Intento buscar otro de nuestros lugares secretos en mi mente: el sillón de la reina. Una piedra con forma de silla en la que cuenta la leyenda que la reina viniendo de camino hizo un descanso y quedó absolutamente maravillada por la belleza de la sierra y el aire puro. Horas y horas poniéndonos coronas de hojas secas.
Todos estos recuerdos me trajeron el domingo una absoluta felicidad. Me sentí y me siento llena. Completamente dichosa de haber tenido la suerte de vivir todos esos instantes, porque sin duda, mis primas y nosotros fuimos niños muy felices, con una familia que nos quería mucho, unida y que nos permitió disfrutar de cada domingo durante muchos años y hacernos sentir dichosos. En aquellos momentos no nos dábamos cuenta de ello, pero ahora, pasado el tiempo, y visto en la distancia, me hacen sentir lo afortunada que he sido durante toda mi vida por tener una familia así. Gracias por permitirme tener la mejor infancia del mundo.
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